En línea con la idea de que la comunicación redime el 2012 intensificó las campañas contra el flagelo de la violencia intrafamiliar, que sigue siendo una de las primeras causantes de la muerte de mujeres. Pero el tenor de las campañas y los magros resultados obtenidos exige que nos replanteemos muchos de los supuestos que las sostienen. ¿Llegan al público que las necesita? ¿O solo son un tranquilizante de las conciencias que las impulsan?
“Violencia es comunicar”*
Una de las paradojas más increíbles de la comunicación que se propone evitar la violencia es que es incómodamente violenta. Como que en La Plata van a condenar a las víctimas a pasar por la casa donde un siniestro personaje mató a su familia a punta de escopeta. Parece que ese es el mejor lugar que encontraron para mujeres en situación de violencia doméstica. Se ve como para recordarles que se apuren a denunciar a sus cónyuges, no sea cosa que terminen como las Barreda.
Como si tuvieran poco las víctimas con superar vergüenzas sociales, indagaciones forenses, instancias burocráticas para conseguir auxilio, que ahora también deben exhibir su rol de maltratadas, si atienden la sugerencia de las campañas oficiales. En una de las últimas un montón de figuras conocidas se dirigen a un interlocutor ideal con caras serias y graves a la voz de “No ocultemos el maltrato”. Algo así como “esta cara compungida es porque me das tanta lástima en tu situación que te vengo a decir por la televisión y por Facebook que esperamos que te despiertes de una vez y denuncies a tu marido, padre, tutor o encargado”. Los que participan de esas campañas son gente feliz y cordial cuando anuncia desodorantes pero se ponen amargos y conmiserativos para hablarle a gente que, según le dicen los publicistas de turno, la está pasando mal. Y ambos suponen que es porque las maltratadas no lo saben y que lo descubrirán una vez que vean el aviso. Para eso asignan un día, ponele el 25 de noviembre, para eliminar la violencia contra la mujer, y le proponen a la víctima asumir palabras como “maltrato”, “violencia”, “abuso” para después agregar la vergüenza no exenta de culpa de ser parte de esa situación. Como si se dijeran “no te das cuenta porque no querés porque ahí está el famoso invitándote a que repudies con él tu forma de vida y desprecies a ese ser que es parte de tu existencia”.
El domingo 25 las redes derrochaban consignas del tipo “Si te pega, si te dice que sos fea, si te fuerza a tener sexo… entonces estás con un violento” refrendadas por muchos retuits y manitos de “me gusta” para confirmarnos lo sensibles que somos a los temas de hondo contenido social. En el hipotético caso de que la mujer que vive una situación de violencia estuviera asistiendo a nuestra ceremonia virtual de responsabilidad social, ¿qué nos hace pensar que se sentiría contenida en esa descripción de modo tal de tomar conciencia de golpe de sus padecimientos? Muchas veces, el sometimiento se acepta porque quien lo sufre no está seguro de que eso sea lo que la sociedad designa con semejantes grandilocuencias. Pasa lo mismo con los mensajes de accidentes de tránsito: nadie considera que maneja ebrio, ni tan rápido, ni tan negligentemente como dicen los avisos. El infierno siempre son los otros. Y los mensajes que nos culpan, por eso mismo, ¡nos resbalan!
Podría recurrir a mi experiencia pero no me voy a victimizar para reforzar mi argumento cuando hay razones científicas que lo asisten. Una explicación es que la comunicación pública se rige por la percepción selectiva: los avisos no traen conciencia, sino que la conciencia del asunto es la que nos hacen prestar atención a los mensajes. En un mismo sentido, no son los mensajes violentos o sexistas los que propician conductas violentas y sexistas en la sociedad, sino que aceptamos y naturalizamos esos mensajes en los medios porque forman parte de nuestro sentido común. Otra teoría es que la que sostiene que la mente no discrimina argumentos retóricos. No importa que diga el mensaje “Decile no la violencia”. La simple presencia de la palabra violencia trae a la mente la idea aunque esté negada, y ahí empieza a generar todas las defensas psicológicas que explican que una persona víctima de la violencia no se considere tal y por tanto, evite el mensaje. Es la conclusión que saca George Lakoff, estudioso de las neurociencias, que sintetizó con humor (justamente, para asegurarse la atención y la recordación) en el título “No pienses en un elefante”. Sí. Ya sabemos lo que estás pensando.
Se puede hacer una campaña atrayente de un tema aberrante como la violencia contra la mujer, como la que propone “Caminá una milla en sus zapatos”. No solo el mensaje es clarísimo, sino que interpela a la causa, no la víctima, de manera lúdica y, por tanto, más convocante. La propuesta de ver a un hombre caminando más de un kilómetro en esos zapatos de taco que les gustan ver en nuestros pies depilados y pulidos invita a ver de qué se trata. Y nos recuerda en el mismo acto que nos piden que salgamos corriendo de donde no nos tratan bien cuando estamos condenadas a tacos agujas, plataformas y hormas estrechas. No se me ocurre mejor metáfora de la violencia doméstica.
Es cierto que el feminismo y sus asociaciones suelen preferir dar a sus reclamos un tono circunspecto. Pero en ese caso, mejor que las campañas estigmatizantes son las acciones de prensa para casos como los de María Ovando, la madre enjuiciada por la muerte de su hijita por motivos de miseria extrema. La crudeza de su historia nos recuerda sin necesidad de intérpretes que las peores víctimas no están pendientes de las campañas de publicidad porque no tienen internet ni televisor porque no suelen tener casa ni el documento de identidad que les habilita la dádiva estatal. O porque como María ni siquiera no pueden leer el número y menos escribirlo porque nadie les enseñó a hacerlo. Este caso hizo más por la concienciación del problema de las violencias (del Estado, de la familia, de la comunidad) que los millones gastados en campañas pensadas por y para gente acomodada. Como comunicación es mucho más efectiva, claro, pero menos políticamente correcta.
* Publicada por Adriana Amado en hipercritico.com