Después de un año de oferta televisiva devaluada, con pocas novedades y menos genialidades, este verano todos quieren recuperar el rating perdido con los eficaces anzuelos de la TV realidad. El balance televisivo cierra con poca televisión y demasiados híbridos en pantalla: noticieros de ficción, ficciones de realismo sucio, entretenimientos aburridos, propaganda que se autodenomina programa político. Los festejos del bicentenario, los mineros de Chile, les recordaron a los productores que la tele se enciende cuando los televidentes se encuentran en la pantalla. Los reality shows vuelven para traer un poco de televisión (y realidad) en estado puro.
El reality bien entendido siempre es novedoso porque, aunque repita el esquema, sus protagonistas siempre se renuevan. Al revés que la televisión clásica, el casting no es previo, sino que el casting es el programa. La diversión está en que industria y audiencia descubran al mismo tiempo la gracia impensada que convertirá en celebridad a un don nadie, que acepta de buen grado inmolarse en ese circo romano donde un pulgar, perfeccionado en un 0609, decide quién se va y quién se queda. La TV realidad es TV sorpresa, que abre las puertas a los acostumbrados a que estén cerradas. El país de la TV realidad es de los pocos que por estos días mantiene las fronteras sin rejas, esperando que entren Titos, Coquis, algún Mole Moli, que ruegan que la cámara se pose en sus gracias. O en sus desgracias. Saben que el instante durará nada y por eso dan todo. Pocos géneros son tan densos en su esencia. Y pocos artistas son tan desprendidos en su entrega como el que sabe que su carrera va a terminar en el minuto siguiente. El auténtico representante de la TV realidad sabe retirarse a tiempo, esto es, dos programas después de lograr su máximo nivel de celebridad. De lo contrario se convierte en una parodia de sí mismo, en un personaje como Ricardo Fort que dejó de ser reality y no le da el talento para ser show (a propósito, ¿alguien podría avisarle?).
El reality show no tiene más pretensiones que la de generar revuelo momentáneo. Pero en eso presta el invalorable servicio público de abonar la conversación anodina de cada día, esa que pone en contacto a cualquiera con cualquiera. La TV realidad admite discusiones de cualquier grupo y factor. Lo mismo alimenta los chismes de la farándula como los debates académicos. Se puede discutir en el taller, en la facultad, en la oficina, con un especialista, con un desconocido. La TV realidad recupera el vínculo social perdido en una programación que no logra impactar en el gran público: fútbol sin mística, noticieros que solo le hablan al poder, telenovelas con pretensiones sociológicas, programas que machacan lo que los ciudadanos tienen que pensar. Mientras esas propuestas pierden audiencia y autoridad, la TV realidad gana la legitimidad que le dan millones haciendo lo mismo al mismo tiempo. Con tanto iluminado empeñado en decirle al televidente lo que tiene que pensar, es un recreo que este verano vaya a haber programas que no solo no se preocupan por el qué dirán, sino que viven de eso.
Cuando muchas críticas piden a la televisión cosas como verdad, compromiso, cultura, que hoy no se encuentran en instituciones sociales más obligadas a ello, nadie espera demasiado de la TV realidad. Por eso es más relajada. Alcanza con que esté (y para sus detractores, con que pase rápido). Mientras las representaciones pueden ser acusadas de falsas, maliciosas, hegemónicas, las puras presentaciones del show de la realidad no tienen ínfulas. Son lo que hay y se agotan en lo que se ve. Por eso no importa que Peter esté “verdaderamente” enamorado de Paula ni que “realmente” se casen y tengan cinco hijos. Lo entretenido es que aportaron el romance que ninguna telenovela supo dejarnos este año. La TV realidad es TV-TV. Ideal para ver en ojotas frente al ventilador.
Porque no es la historia de vida contada en el lenguaje fofo del documentalismo que pretende ser educativo, pero por ser poco televisivo, se queda sin alumnos. Es la vida hecha historia del día, contada en tiempos brevísimos y viscerales. No son las representaciones elaboradas con criterio sociológico, sino presentaciones de una cotidianeidad que sorprende más que el guión mejor pensado. Por eso decía Bauman que nada mejor que la nada diaria del reality show para poner en acto la nada cotidiana de la sociedad en que vivimos. No debería subestimarse el valor de asistir a la lucha por la permanencia en Gran Hermano; el triunfo contra el vicio de Cuestión de peso; el desafío al destino del descartado social que pretende el derecho humano al reconocimiento de los otros en el concurso de talentos. El reality show no inventó la mano de obra barata dispuesta a hacer cualquier trabajo, ni la lucha descarada por la supervivencia librada a la regla de la expulsión semanal que no reconoce méritos ni clases. Todo esto está en nuestra sociedad desde hace años. El reality apenas si logra ponerlo en pantalla con eficacia.
Nota publicada en Revista Noticias, edición 1172, de diciembre de 2010.