La realidad subtitulada

Los actores de poder están obsesionados con la comunicación. Están convencidos de ciertas premisas insostenibles científicamente como que los mensajes por sí solos pueden configurar la percepción. Torpemente, acomodan ciertos preceptos a carísimas campañas de comunicación que están evidenciando su fracaso en manifestaciones sociales inesperadas por el poder, pero cantadas desde el análisis de los especialistas en comunicación contemporánea. El mundo está cambiando tan rápido como los medios de comunicación, y sin embargo, los que deberían estar más atentos siguen recurriendo a recetas de comunicación que ni siquiera dieron buenos resultados en el pasado. Por suerte están Magritte, Castells y Savater para ayudar a entender algo de lo que pasa.

“Esto no es un saqueo” *

Una de las cosas que más me gusta de René Magritte es que su pintura usa la semejanza casi fotográfica del objeto que reproduce para decir otra cosa. Es lo contrario de unatrompe d’oeil, que como su nombre indica, es la imagen que entrampa al ojo haciendo suponer que lo que se ve es lo real. Pero la representación no es lo representado como parece decir el famoso cuadro de la pipa que tiene por aclaración “Esto no es una pipa”. Últimamente las imágenes en los medios vienen con subtítulos como los cuadros de Magritte.

Si algo lograron los sucesos acaecidos en Argentina en la fecha prevista para el fin del mundo maya es que unánimemente fueron presentados como “organizados”. Saqueos o actos vandálicos o ataques pero organizados. La univocidad alcanzó a titulares de díscolos y acólitos, en versiones oficiales y en discusiones opositoras. Como hacía Magritte, la imagen mostraba la entropía y el videograff subtitulaba que era organización. Así, se aplicaba a la reacción social en cadena el adjetivo que se usa habitualmente para subestimar un acto público coordinado desde el poder. En menos de diez días la maldición “organizado” condenó tanto la celebración de la democracia como su fracaso. Mientras las imágenes mostraban la angustia de unos y otros, un ministro subtitulaba que estábamos en un momento de paz social. Y que eran inadmisibles los sucesos porque “Este es un pueblo feliz”. O sea, esto no es un saqueo.

En una operación similar el eslogan “Argentina, un país con buena gente” sucede sin continuidad las noticias caotizadas, los programas donde unos despellejan a otros o las imágenes de los barrabravas. La promesa del espectáculo deportivo democratizado se presenta en cada partido con la frase “Gentileza de Fútbol para todos” sobreimpresa en la pantalla, con lo que un derecho gratuito que cuesta más de mil millones al año al erario se subvierte en concesión dadivosa. Con la misma lógica, los operadores ultraoficialistas en las redes se presentan como “políticamente incorrectos” al igual que funcionarios en el tope de la escala social se dicen impulsando una revolución popular desde sus despachos. Aferrada a la doctrina del significante vacío que pregona Laclau, la comunicación oficial dedica más de dos millones de pesos diarios a cargar de sentido palabras vaciadas como “democratización”, “modelo” o “pluralismo”. Este año Nueva Cadencia editó el librito de Michel Foucault “Esto no es una pipa”, justamente dedicado a explicar esa paradoja de nombrar lo que evidentemente no tendría necesidad de serlo.

La crítica de los efectos de los medios suele ocuparse de los mensajes negativos, discriminatorios o estereotipados. Pero nadie se preocupa demasiado por los efectos nocivos de los anuncios de la felicidad obligatoria, donde se pega el “para todos” a objetos de consumo que, por definición, es excluyente. Y que si puede democratizarse no es por prepotencia de eslogan. Nos falta el análisis de los resultados de la machacona repetición de que somos un pueblo feliz, que estamos bien, que el consumo aumentó, que nos tomamos vacaciones en todos y cada uno de los feriados, que tenemos milanesa para todos, pescado para todos, plasmas para todos, bicicletas para todos, medios para todos.

En un reciente artículo, Manuel Castells señalaba que la disociación entre lo que la ciudadanía expresa y la reacción del poder explicaría las explosiones sociales que estamos viendo en todo el mundo. Dice el especialista, que es quien mejor estudia e interpreta por estos días los cambios de la opinión pública, que “Ha cambiado la conciencia de la gente, pero el sistema político se mantiene impermeable. Y esto puede degenerar en enfrentamientos y en violencia”. Más adelante agrega algo que bien podría aplicarse a la escalada de hechos recientes para los que todavía no tenemos explicación cierta: “Con una sociedad movilizada, indignada, sin respuesta institucional creíble, es difícil evitar la violencia”. Esto no es paz social.

Es curioso que haya mucha gente desconcertada frente a lo que pasa cuando la respuesta la tiene a mano la ética pero no la ampulosa de los imperativos categóricos de Kant sino la simplona explicada a los adolescentes de Savater. En las charlas que compila su reciente libro Ética de urgencia pone en una misma idea las palabras ley y bienestar y así el filósofo explica mejor que muchos de los analistas que estuvimos escuchando que “Las sociedades son pacíficas cuando los beneficios de cumplir la ley y de mantenerse dentro del orden institucional son evidentes”. Y que no hay vida en comunidad sin la intención de que la vida del otro sea mejor que la propia, porque “tu vida se resiente al vivir rodeado de personas que están angustiadas y sufriendo. Incluso desde el punto de vida práctico, de seguridad, porque el sufrimiento ajeno precariza la vida de todos, nos vuelve más vulnerables”. Pero, claro, los que tienen que resolverlo pensarán que no aplica porque este no es un país precario.

* Por Adriana Amado, en hipercritico.com