De los “medios de masas” hasta la “masa de medios”, el paisaje de la información y el entretenimiento ha cambiado de signo para abrirle paso a un espectador cada vez más crítico y activo. Teoría y práctica de la sociedad-reality.
Por Adriana Amado
Publicado en Revista Noticias, Edición 18/9/2010. Clases Magistrales | Materia /Comunicación
El siglo pasado nos dejó la idea de que público es lo publicado en la prensa. Los medios masivos adquirieron esa preponderancia en la medida en que la visibilidad mediática fue una condición para expresarse en el espacio público. Parecía una buena idea, si no fuera porque la opinión pública se achicó al tamaño de la agenda publicada, y mientras que las elites siguieron viviendo en ese mundo estrecho de lo mediático, las audiencias empezaron a buscar otros horizontes. Algunos analistas entendieron que la alienación teóricamente presagiada había llegado a su punto máximo y denunciaron infoentretenimiento y formatos pasatistas, porque, ya se sabía, la gente sólo quería divertirse. Muy pocos entendieron que la propia mediatización había traído cambios en el lenguaje, y que los medios y las elites que hablaban en ellos usaban un idioma en extinción: el de la masividad. Tan ocupados estaban en hacer uso del potencial comunicativo de los medios que no se percataron que estaba cambiando el sistema de medios mucho más rápido del lado de los destinatarios que desde los emisores. Éstos seguían hablando para receptores indiscriminados mientras estos encontraban recursos para hacer los medios cada vez más a su medida. Las grandes masas eran una especie en extinción hasta en los sistemas políticos, pero los medios y sus favorecedores no quieren abandonar la prehistoria.
Hace unos veinte años, Umberto Eco escribió un artículo que se convirtió en un clásico de las escuelas de comunicación en el que dividía la historia de la televisión en dos épocas. El semiólogo advirtió entonces que por los ochenta la televisión no era la misma que en sus inicios. A la primera la llamó paleotelevisión porque daba cuenta del sueño fundacional de los medios audiovisuales: llevar el mundo a la casa de los televidentes como un servicio público en el que alguien que sabía más que sus audiencias la miraba a los ojos y le presentaba un mundo al que no hubieran accedido a no ser por la generosidad de la televisión de llevárselo a su casa. Esa época estaba llena de buenas intenciones y de promesas de cultura y ciudadanía vehiculizada en los medios. Pero bueno, la televisión se convirtió en algo tan importante en la vida social que con los años empezó a ocuparse de sí misma y sus celebridades no venían del mundo exterior sino que se habían criado ahí mismo. Los estudios eran lugares donde había que estar, entonces se dejaron los atriles para llenarse de sillones donde se juntaba la gente que quería existir. La discusión pública empezaba cuando se encendían los micrófonos y los políticos entendieron que la comunicación con sus votantes dependía de que hubiera una cámara encendida. Los televidentes fueron invitados a espiar cómo la televisión ya no necesitaba transmitir el mundo, porque ella era el mundo. La neotelevisión se miraba a sí misma y encantaba a por igual a sus invitados y sus telespectadores. Así como el noticiero era el género de la primera época, el panel era la modalidad de la segunda. El poder se fascinó con las posibilidades que la videopolítica le trajo y no dudó en reducir al ciudadano a su función de televidente al que no hacía falta informar, porque era más interesante seducirlo con las mismos recursos con que se les vendía tanto un desodorante como un programa de gobierno. El mundo eran los medios y sus dueños, aquellos con dinero para comprarlos. Pero no contaban con que las audiencias, aburridas de ver siempre a los mismos, empezaron abandonar este formato, como habían declarado la obsolecencia del anterior.
Ese mundo del espectáculo dejó de ser atractivo cuanto más se distanciaba de los espectadores, que prestaban más atención cuando la televisión los dejaba participar en algún concurso, opinar en algún panel armado con gente como ellos, o dejar su voz en los contestadores de la radio. En el 2006 alguien de afuera de los medios inauguró la nueva y más rentable modalidad del negocio mediático del siglo XXI: Jon de Mol sacó licencia de un formato que tenía como protagonista al televidente, o alguien que se le parecía. Podía ser para encerrarlos en una casa, para bailar por un sueño o para pasar semanas perdidos en una isla, siempre y cuando el protagonista sintiera lo mismo que el que lo veía por televisión. Los noticieros entendieron que si querían la misma atención tenían que cubrir piquetes, reclamos de semáforos o vecinos clamando por la seguridad vecinal, sino difundir el video anodino que alguien hubiera colgado en YouTube. Por alguna razón desconocida, cualquiera de esas tonterías resultaba más atractiva que las importantes noticias del poder. Fue Eliseo Verón el que señaló que estos nuevos lenguajes ya no correspondían a ninguna de las etapas de Eco, con el factor adicional de que los medios ya no tendían a la homogeneización tan temida, sino a una fragmentación de la oferta en señales de baja potencia y múltiples canales en internet, abiertos cuando el espectador lo solicitara. Estábamos en el mundo de la postelevisión.
De la masa a la autocomunicación. Esta brevísima historia de cincuenta años muestra que los medios nunca fueron algo uniforme, que funciona con unas reglas fijas y con funciones uniformes. La paleotelevisión fue el formato ideal para el discurso pedagógico comprometido en poner el mundo, la cultura, la educación cívica al alcance de todos los aparatos receptores, donde su pretensión era la objetividad y servicio hacia las masas. Difícilmente podría esperarse lo mismo de los lenguajes que vinieron después: ni de la neotelevisión ocupada únicamente en entretener, ni la postelevisión que se fortalece justamente desde la simetría, real o simulada, entre uno y el otro extremo de la transmisión. En los postmedios no es importante lo que se diga, sino que el otro esté del otro lado. Por eso mientras el negocio de la paleotelevisión era la publicidad, y de la neotelevisión son los auspicios, en la postelevisión lo que vale son las llamadas telefónicas asociadas a la propuesta. “Llamá”, “Votá”, “Participá”. Este nuevo formato hubiera sido imposible sin las facilidades de las nuevas tecnologías y la democratización mediática que llegó finalmente con el formato del teléfono celular.
Porque al parecer la revolución no fue internet ni el nuevo soporte tecnológico que pueda aparecer por estos días. Lo verdaderamente subversivo fue desafiar el esquema de relacionamiento de los medios del siglo pasado, que implicaba la circulación de uno a muchos. El circuito tiene ahora la forma de una red difícil de seguir, que puede articular medios masivos con canales interpersonales y tecnologías de la comunicación. Nadie sabe dónde empieza y termina el circuito, y lo que empezó como un video casero puede ser una noticia que dio vuelta al mundo en cuestión de minutos. La circulación en red no puede explicarse con los viejos paradigmas. Ni siquiera acata los mecanismos de control del siglo pasado.
En el siglo XXI las nuevas tecnologías extendieron las posibilidades de la mediatización a otros actores distintos de las elites que mantuvieron por años su hegemonía en los medios, a la vez que estos recursos incorporaron nuevos lenguajes para los medios masivos conocidos y soportes complementarios al sistema de medios tradicional. Estos nuevos lenguajes y soportes ponen de manifiesto un interpretante nuevo en la semiosis social, que implica una reconfiguración del sistema mediático sobre el que se construyó la comunicación política en el siglo XX. Mientras en esta época poder y medios iban juntos, en la sociedad en red de la que habla Manuel Castells, los medios siguen siendo el lugar donde se dirime la lucha del poder. Pero ya no son el poder. Por lo pronto, porque muchos de ellos languidecen por falta de audiencias y de anunciantes.
Las audiencias están hastiadas de publicidad y noticias de ese poder egocéntrico que se cree importante. Pero ya no importa que los noticieros no se ocupen del ciudadano, o que las empresas sólo le hablen para venderle algo. Hay formas al alcance de todos para revertir esta injusticia. No sólo los privilegiados que arman un blog para publicar lo que el noticiario no admitiría, sino que cualquiera sabe que es relativamente fácil atraer las cámaras a su problema. No en vano, los actores sociales piensan hoy su acción como un hecho mediático con impacto político, antes que a la inversa, como planteaba la lógica tradicional. Los espectadores descubrieron, antes que los políticos, que los medios ya no son una cuestión de representaciones de cosas que pasan en otro lado, sino que son espacios de presentación de los sucesos, el lugar donde se realizan.
Desde la ilustración, heredamos la idea de que es público lo que se comunica al espacio público. Con la aparición de los medios modernos, estos heredaron la esfera pública burguesa de los salones dieciochescos, tal como planteó Habermas en el clásico Historia y critíca de la opinión pública. Lo público era la publicación de las opiniones, pero claro que no de todas, sino de aquellos que accedían a ese espacio público, con lo que el espacio público siguió siendo el espacio de expresión de las elites, que obviamente podían llegar muy eficazmente a las masas urbanas, que no podían hacer un uso simétrico de los medios. Por esa razón, reducir el espacio público al espacio mediatizado es restringir el derecho a la comunicación de los ciudadanos que no participan más que como destinatarios de los mensajes de los políticos y gobiernos que pueden hacerlo. No en vano políticos y medios siguen siendo los más obstinados en aferrarse al sistema moderno, y disputándose el derecho al uso del canal. No se quieren dar cuenta de que los ciudadanos ya no están sentados esperando los mensajes que tienen para inocularles.
De la representación a la presentación. Las nuevas tecnologías extendieron el ámbito de la comunicación de los medios tradicionales. Como planteó Eliseo Verón, el medio no es únicamente la tecnología, sino la conjunción del soporte y sus prácticas de utilización. En la misma línea, el investigador francés Dominique Wolton recuerda que toda comunicación tiene sus reglas, ocurre en un espacio definido e implica siempre un público, es decir, no puede entenderse sin una visión de las relaciones sociales propias de una época y un lugar.
La transformación más asombrosa del sistema de los medios es que la forma en que, en menos de un siglo, cambiaron sustancialmente sus interpretantes. Aunque los lenguajes emergentes no desplazaron a los anteriores, sí derribaron los mitos de la época anterior. La pretensión de verdad de la paleo-televisión se derrumbó cuando la cámara dejó de salir al mundo a buscar el suceso, porque es dentro del estudio donde se produjo el acontecimiento. En ese momento, los medios dejaron de ser espejos para transformarse en el lugar donde ocurren los hechos. El ejemplo más acabado son los debates preelectorales que solo existen por y para los medios, aunque ello no los hace menos auténticos. La construcción del acontecimiento no es la mentira y el artificio, como algunos acusan. El sociólogo Scott Lash lo explica contundentemente en su obra Crítica de la información. Hacia el fin del siglo XX, dice Lash, “Los noticiosos televisivos son menos una representación de la política que su continuación en otra parte”.
Para entonces hicieron aparición los nuevos formatos de la
“televisión realidad”, con el añadido que los clásicos medios de oferta en el que el emisor marca los tiempos empezaron a convivir con los medios de demanda, en los que es el destinatario el que decide cuándo y cómo desea ver una película, escuchar música o consultar el diario, incluso sin pagar por ello. En la nueva era el rey es el destinatario/interpretante. No sólo porque los protagonistas de los programas más populares se parecen cada vez más al televidente, sino porque los nuevos formatos interpelan al público al que se dirigen de distintas formas. La más común es a través de votaciones telefónicas que deciden la suerte de lo que pasa en el estudio, o de la participación en castings para sumarse como protagonistas de reality contests, talk shows para compartir o resolver sus problemas personales con la audiencia, o para formar parte de reality shows. La variante de la TV realidad también alcanza los formatos informativos, con el periodismo que investiga a instancia de sus audiencias, o que los invita a preguntar al invitado, o simplemente aumentando el espacio que les da en comentarios en los contestadores o en internet. Pero también es la cadena de 24 horas de noticias que deja librada su programación a las coyunturas que organizan los ciudadanos, que con sus protestas y manifestaciones marcan la agenda de los móviles de noticias. Sociedad y medios se condicionan recíprocamente, pero lo hacen mucho más en la época en que la atención es el bien social más escaso, al decir de Bauman.
Estos formatos son más atractivos para las audiencias, porque les son mucho más cercanos: el show es la vida misma. Los medios no son reflejos de un real lejano, sino que son espacios de realización de lo real. La antropóloga Paula Sibilia, en su libro “La intimidad como espectáculo”, explica el creciente uso de los espacios mediáticos como blogs y YouTube para exhibir mensajes personalísimos en lugar de los institucionales que inundaban los medios tradicionales. Al punto que las quejas de los consumidores pesan tanto como la propaganda de la gran empresa. Durante el siglo XX, los grandes emisores hicieron uso para sí de estos mecanismos. Las tecnologías de la comunicación del siglo XXI incluyen a las personas en su intimidad. Y al parecer eso nos resulta más interesante que lo que el poder tiene para decirnos.
Del espacio público al show de la realidad. Hacia fines del siglo XX, en el campo de la comunicación política irrumpieron ideas tales como la “videopolítica” que postulaba que si la escena pública estaba delimitada por los medios, la discusión política debía ajustarse a las reglas del espectáculo. Con esa idea, los procesos eleccionarios exacerbaron su campaña mediática, aplicando recursos de la publicidad de marketing a la comunicación con el ciudadano. De la compulsa electoral, la comunicación profesionalizada se extendió a la gestión de gobierno, que incorporó la aplicación extendida de recursos gráficos a la comunicación, la pauta publicitaria para circular los mensajes, y la presencia permanente en los medios de prensa mediante campañas organizadas con fines de difusión. En Latinoamérica las condiciones de pobreza de la mayor parte de la población no fueron un obstáculo para que sus dirigentes políticos eligieran el formato glamoroso de los medios masivos para procurar el apoyo de sus votantes. Sin embargo, algo más de dos décadas de videopolítica intensiva no ha traído mayor participación democrática ni mayor cercanía de la política con la opinión pública. Antes bien, la comunicación política marketinizada quedó en manos de quienes pueden pagar sus altos costos de difusión y asesoramiento, propiciando una concentración en los que contaban con grandes presupuestos. Paradójicamente, el escenario que conformó la videopolítica demuestra que el concepto de “espacio público” habermasiano no necesariamente funciona en el sentido propuesto por los autores en las sociedades mediatizadas. La súbita irrupción de actores que habían estado invisibilizados, como los desocupados, los homosexuales, los ecologistas, los grupos antiglobalización, mostró que “espacio público” no es equivalente a “espacio mediatizado”.
En la definición de Wolton espacio público es el ámbito abierto en el que se expresan todos los que se autorizan para hablar públicamente y dar cierta publicidad y mediación a su discurso, pueden perfectamente encuadrarse estas nuevas voces. Pero la escena pública admite también personajes irrelevantes, que ni siquiera quieren tomar de palabra o ser mirados esos quince minutos de fama que nos auguró Warhol. Les alcanza con mucho menos. Y lo más desesperante para aquellos que estaban en los medios por sus ideas o por sus presupuestos publicitarios, es que esos personajes efímeros, intrascendentes, marginales, consiguen concentrar la atención de las audiencias de manera más eficiente que las producciones más sofisticadas. Para los actores de poder resulta frustrante que una cámara improvisada en un piquete resulte más atractiva que un discurso oficial bien ensayado.
Pero la mayor diferencia de este sistema es su fugacidad: se trata de comunicaciones de alta intensidad pero brevísima duración. Esto lo han comprobado los ganadores de las sucesivas ediciones del Gran Hermano, que movilizaron audiencias dispuestas a gastar su dinero para sacarlos de la casa o a convocarse a la plaza para apoyarlos. Las mismas que hoy no los reconocerían si estuvieran sentados a su lado en el ómnibus. Pero también lo vivieron los líderes de movilizaciones ciudadanas con récords de convocatoria, que no se tradujeron en capital político. Castells destaca la participación crucial de estas “comunidades de ira” en la resolución de muchos problemas ciudadanos, pero muestra también que se diluyen con la misma facilidad con se armaron. La autocomunicación de comunicación de masas anuncia el fin de la videopolítica.
A diferencia de la videopolítica que trabaja en mensajes pautados en prensa y publicidad que demandan esfuerzos y cuantiosos presupuestos, la protesta social irrumpe de manera anárquica y su mayor valor es que sea (o parezca) espontánea. Aunque ya sabemos que no alcanza con que un discurso predomine en la emisión para garantizar con ello su recepción, muchos siguen pensando en emitir y emitir. En los años ochenta, Eco señalaba la posibilidad de contrarrestar cualquier expectativa de control poniendo al receptor en una posición crítica. Tres décadas después, el sistema de medios se ha complejizado, y no podemos suponer que funcione de la manera que describe un hipotético estado previo. Como bien observa Baudrillard, “somos rehenes de la información, pero también disfrutamos del espectáculo, del consumo espectacular, sin tomar en cuenta su crediblidad. (…) Lo que nos hace tomar esa distancia no es una conciencia crítica, sino el reflejo de no jugar más el juego” (Baudrillard, 2008, 79). Esta idea coincide con lo que señala Scott Lash, en el sentido en que así como antes vivimos en un orden local y simbólico, hoy vivimos en un (des)orden global y, sobre todo, semiótico”.
La historia oficial o la banalidad de la vida. También dice Baudrillard que sólo los intelectuales siguen creyendo en el imperio de los sentidos, porque las audiencias sólo creen en el imperio de los signos. Esto nos llevaría a pensar que los nuevos fenómenos comunicacionales no podrían describirse con las lógicas de la “construcción de sentido”, tan afectas a la investigación académica del siglo pasado, sino que demandarían una descripción detallada de la circulación y consumo de signos antes que de sus significados. Si los programas de TV realidad tienen hoy tanto éxito es porque “la banalidad de la imagen viene a coincidir con la banalidad de la vida”, como explica Baudrillard en la misma línea que postula Bauman.
Desde la posición oficial, la concepción de la información se basaba en el principio de autoridad. Es real porque es dicho por el poder, y por lo tanto debe ser creído. Siendo que éste ya no es suficiente prueba ni garantía de aceptación, se ve obligado a remitirse siempre a la fuente última, que es en definitiva la que debe hacerse cargo de los dichos. Algo así como que la transcripción o transmisión de la palabra oficial no necesita más prueba de existencia que su propia emisión: el enunciado se valida por el acto mismo de la enunciación. Pero eso mismo es lo que la convierte en un puro signo.
La pregunta que queda por responder es si esta clara atracción que los formatos de la TV realidad se deben a una manipulación de los medios, que imponen este tipo de géneros gracias a la alienación de las masas y su derivada afición a las distracciones, o se trata de formatos que se adecuan a los nuevos lenguajes de las audiencias. En la perspectiva de “la supuesta realidad” que deben transmitir fidedignamente los medios, propia de la paleotelevisión, se supone que la legitimidad está dada fuera de los medios, y que estos deben limitarse a reflejarla objetivamente. Cosa que reclaman muy intensamente muchos líderes políticos latinoamericanos, sin saber que pretenden un imposible.
Pero estamos viviendo en sociedades en que “la parafernalia técnica de la visibilidad es capaz de concederle su aura cualquier cosa y, en ese gesto, de algún modo la realiza” (Sibilia, 2008, 274). Es decir, que la postelevisión no requiere de una legitimación previa porque ella en sí misma es un mecanismo de legitimación. Como analiza Bauman para las “celebridades” contemporáneas, “los motivos que llevaron a los famosos a estar en el candelero público son las causas menos importantes de su ‘celebridad’. El factor decisivo es su notoriedad, la abundancia de imágenes suyas y la frecuencia con que la mencionan sus nombres en los programas de radio y televisión y las conversaciones que se siguen de éstos”. Pero no podemos olvidar, como se encarga de aclarar el mismo Bauman a continuación, que “la notoriedad es tan episódica como la vida misma en un entorno moderno líquido”. Es decir, que si bien podemos concluir que los medios contribuyen a la legitimación de ciertas imágenes o personajes, no podríamos atribuirles hoy los mismos efectos que suponíamos para momentos en que los lenguajes mediáticos eran otros.
La comunicación política hasta hoy fue tributaria de un modelo de oferta, que considera al emisor como central en el proceso, y al medio como responsable de la circulación de mensajes. Pero hoy debemos asumir que la mirada sociológica no puede ser la de siglos anteriores: “El sistema lineal de Parsons es reemplazado por el sistema no lineal de Luhmann. La linealidad de la reproducción de lo simbólico es desplazada por la no linealidad de lo real”, al decir de Lash. Con lo que sería inadecuado seguir analizando la circulación de los mensajes desde la lógica unidireccional de las teorías de construcción de sentido. Antes bien, dice Bauman, los nuevos lenguajes invierten esta lógica en la medida en que el viejo panóptico de Bentham fue reemplazado por un “estilo sinóptico” donde muchos se dedican a observar a unos pocos. Aunque sólo muy pocas veces están interesados en controlarlos.